In the mood for writing

Valores

Es valor es intrínseco, señora.
Venimos al mundo como tablas lisas, pero ya almacenamos un valor propio, interno, de serie limitada y única. Ése valor dormita en los primeros años pero acaba floreciendo a medida que los nuestros nos besan la frente y nos bajan la fiebre.
Vamos marcando un camino como las pisadas de la playa al mar, en la arena caliente y permisiva de la vida. A nuestras pisadas intentan taparlas otras ajenas y a veces conocidas, se posan encima de nuestros pies e intentan borrar nuestro valor intrínseco. Nos dicen lo mal que nos quedan las sonrisas, nos recuerdan lo negros que somos o el poco gusto que les produce besarnos el sexo.
Pero esas pisadas también irán desapareciendo de la memoria colectiva de la playa, que se quedará única y exclusivamente con las que soporten ese borrado continuo de los pasajeros diarios de la arena. Es ahí donde debemos posar nuestras sonrisas, nuestra negrura, nuestro sexo.
Recordaremos pues lo bien que nos vemos delante del espejo y lo ancho que es el futuro sin las ataduras del pasado. Nos pondremos la música que nos sienta bien y volveremos a ser los reyes del mambo. Perpetuaremos poco a poco nuestro valor intrínseco a medida de conocernos más y más, alejados si es posible de lo que amamos y nos domina para así poder encontrar lo más nuestro de nosotros.
Aunque estemos fuera del cuadro. Aunque estemos lejos del mar. El valor intrínseco también esta dentro de ti, señora. Aunque nadie parezca tener la receta, está dentro de ti.
Sonríe. Ennegrece. Sexea, señora.

Los árboles de Bohemia

Aquel sábado reservaron mesa para dos en Café Andaluz. Era la última noche de Lenka en Edimburgo y Alex accedió a cenar en un restaurante español. El vino fue excelente, el servicio poco profesional pero atento, y la comida más que aceptable. Recordaron emocionados las miles de anécdotas de lo años en Londres, y brindaron varias veces por los fin de fiesta en el desaparecido Sandinista. Sin embargo, en las casi dos horas que estuvieron cenando, ella comprobó su teléfono móvil unas ocho veces. Había mostrado una actitud algo caprichosa desde primera hora de la mañana, pero una vez más él no le dio importancia.
Al salir del restaurante, la ola de frío que asolaba la ciudad les obligó a volverse al apartamento de Alex. Ya en su cuarto, él creyó que si dejaba correr el minutero, la atracción que siempre hubo entre ambos tendría aún su peso específico y acabarían de cerrar el círculo de sus desencuentros haciendo el amor. Tumbado en la cama al fondo de la estancia, Alex musitó:
- Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, ´Lenki´. Pero el que hayas venido a verme me ha hecho muy feliz. Y no sabes lo maravilloso que es que todo siga igual que siempre.
Aquellas palabras se volvieron densas al contacto con el aire. Ella estaba frente a la cama, sentada en la silla de oficina a los pies del escritorio. Miraba a través de la ventana cómo caía la noche, mientras por los altavoces conectados al ordenador un canal de Internet emitía un Nocturno de Chopin. La música acabó por devorar la voz de Alex.
- He estado pensando que quizá podría ir a verte a Praga en marzo, cuando termine los exámenes –insistió él- Quiero que me enseñes los jardines de Bohemia en ésa época del año.
Dándole la espalda, Lenka hacía girar el eje de la silla de izquierda a derecha. A su lado, las fotos más recientes de los sobrinos de Alex colgaban de la pared. La mirada de Lenka quedó encallada por un instante en aquellas imágenes.
- Claro –dijo austeramente sin dejar de mirar las fotos-.

Tras aquella frase, salió de la habitación para ir al servicio. Alex empezó a revolverse en la cama intentado encontrar un sentido a todo aquello. Llevaban más de cuatro años sin verse, y ella parecía emocionada desde que llegó. Pero ésa actitud tan distante, y aquel tono de voz con que imprimía sus escasos comentarios no tenían sentido. Alex pensó que quizá estaba triste por tener que marcharse al día siguiente.
Alex reaccionó y se fue a la cocina en busca de una botella de vino que lograra mecer los ánimos. Cuando regresó a la habitación, Lenka aún estaba en el servicio. Él aprovechó para apagar las luces y encender unas velas. Se sirvió una copa, dejó otra bien a la vista encima de la mesa, y encendiendo un cigarrillo esperó tumbado en la cama a que ella regresara.
Cuando Lenka abrió la puerta de la habitación, el frío que se colaba por el hueco de la escalera que subía al ático dejó sin llama una de las velas que Alex acababa de encender. Casi sin mirarle preguntó al pasar por delante de la cama:
- ¿Por qué has apagado la lámpara?
- Siempre decías que no te gustaba la manera en que la luz artificial bañaba las cosas. Creí que te sentirías más cómoda con la luz de las velas... He traído un poco de vino para cerrar esta visita con una bonita despedida –la cara de Alex dibujó una sonrisa quinceañera-
- Alex, hace más de un mes que no bebo alcohol –sentenció ella con reproche, cómo si Alex debiera saberlo-
- ¡¿Y eso?! Siempre te ha encantado.
Por los altavoces sonaban en ése momento los lentos latidos de una pieza de Satie. En el exterior, el viento castigaba con fuerza las contraventanas de la habitación. Lenka se había sentado otra vez junto al escritorio, la mirada perdida en la negrura de la ciudad. Sin respuesta inmediata a su última pregunta, Alex decidió permanecer quieto, en silencio, deseando quizá que la incongruencia aplastante de aquella confusión se resolviera por sí sola. Una de las velas encendidas junto a la ventana formaba en ésta un espejo en el que Alex veía reflejado el gesto lánguido de su compañera.
- ¿Alex? –dijo ella mientras giraba la silla en dirección a él-
- Dime, Lenka.
- Nunca debimos conocernos.
- ¿Por qué dices eso?

La conexión a Internet debió fallar en ése momento, y como consecuencia los altavoces dejaron de emitir. Afuera el vendaval azotaba con fuerza la ciudad. Desde la cama, Alex acertó a intuir su figura en el reflejo de la ventana: una mancha desdibujada al paso implacable de la vida.




Y se fue al otro mundo enfadado

Aquella vez la discusión había superado a todas las anteriores. Lee Ralph entró en la cocina, entreabrió la ventana y se sentó en el sillón de cuero a los pies del fregadero. En su cuarto, sus padres seguían recriminándose las mismas faltas de siempre.
Se encendió el porro de hierba y fumo despacio, apartando de su alcance el olor a basura acumulada. La cocina era amplia y en invierno solía guardar poco calor durante el día. El humo de la hierba, denso, se mezcló con el frío que entraba del exterior. Cansado, Lee intentó ordenar sus ideas. Que el insensible de su padre no encontrara en su madre algo positivo, a éstas alturas, le sorprendía bastante poco. Que su madre no pudiera vivir sin su padre lo había conmovido de verdad. Ahora bien, lo que quedaría constatado para el resto de sus días era que su padre era incapaz de amar, y que su madre era la persona más bondadosa del planeta. Con la mirada perdida en el suelo de madera, Lee se preguntó si él era tan deplorable con su madre como su padre lo era con ella. Pensó que si, lo había sido cuando llegaba borracho a casa los días de partido y la golpeaba hasta que la borrachera le hacía caer desplomado al suelo. Pero ahora la quería, o eso se decía a sí mismo.
Se puso la gabardina para salir, y escuchó que el rumor de batalla en su cuarto estaba cesando. Cogió unas pocas monedas que había junto al tostador y cerró la puerta de la calle con cuidado. El marco de la ventana con el cristal roto seguía a la puerta del apartamento y en el techo, las goteras carcomían el empapelado barato de las paredes.
Cuando salió a la calle se puso a llover. Era casi medianoche y el único trasiego en todo Woodhouse era el de las putas. Dirección al veinticuatro horas, Lee empezó a pensar en su madre, en como había sido posible que se casara con aquél desgraciado de Matt O’ Carroll al que Lee tenía que llamar padre. Y lo peor de todo no era tenerlo en la familia. Lo peor de todo es que es irlandés –murmuró entre dientes mientras golpeaba la puerta del veinticuatro horas-:
- ¡Portugués! Sácame una botella de Jack Daniels. ¡¿Portugués?!
Por debajo de la puerta se colaba el olor a crack. En la parte trasera de la tienda se apilaban las cajas de fruta junto a la caseta del enorme pastor alemán que Bruno el portugués había comprado días después del robo.
- ¡Portugués!
- Ey Lee, tudo bem?
- Si Bruno, todo bien. Sácame una botella de JD, te la pago en cuánto me ingresen lo del accidente de mi hermana Anna.
- ¿Que tal está?
- Un poquito mejor, dicen que en dos semanas podrá volver a andar, pero nada se sabe del mal nacido aquél. Dice mi primo Stuart que lo han visto por Hyde Park. Parece ser que vive cerca de donde la atropelló.
- Claro, loco, ése filho de puta es un skater. Me dijo Morera, el guarda del parque, que frecuentaba mucho la pista de patinaje.

Lee agarró la botella y la metió en el bolsillo de la gabardina. Un niño que no tendría más de 14 años se le acercó para pedirle un cigarrillo. Llevaba una braga militar ajustada al cuello y unos calcetines blancos, ennegrecidos, le cubrían los tobillos por encima de los vaqueros. Lee le dio un cigarro y el chaval desapareció entre las sombras.

De vuelta a casa escuchó a lo lejos el ruido de sirenas de una ciudad en continuo duermevela. Un colchón abandonado se acostaba a la puerta de la urbanización. Era de color crema y había absorbido todo el agua de la lluvia.
Encendió la luz de la escalera y el zumbido del contador de electricidad rompió el silencio del edificio. Mientras sacaba las llaves del bolsillo para abrir la puerta de casa pensó en su hermana y en la soledad blanquecina de los hospitales. Entró en el apartamento y mamá estaba en la cocina, sentada en el sofá de cuero y con la ventana aún abierta. Empuñaba las tijeras de desollar el pescado y tenía la cara amoratada. Había matado al irlandés.




martes, 12 de enero de 2010

Hoy va a ser la noche de que te hablé

Le dió el último beso y salió de la habitación. A sus espaldas dejaba un océano de insomnio y recuerdos; más allá de la puerta del apartamento esperaba el mañana. Ella caminó con paso firme, él se quedó enredado entre el vino y la vainilla. Sonaban The XX por los altavoces del equipo.

Afuera la ciudad palpitaba. Todo parecía un desierto blanco a pesar de ser noche sombría, el manto de nieve a ras de suelo protegía el tejido de la ciudad de los vientos de invierno. En lo alto, el cielo escupía copos y fotos, muchas de los dos, algunas de desconocidos que nada tenían que ver con ellos. Muchas habían aparecido en sueños, otras fueron puras vaguedades mentales.

Enfilando la cuesta de George IV se puso sus auriculares negros y rojos, y dejó paso a la música. El random sirvió I am yours now y un pequeño pellizco de calor le recorrió los entresijos del cuello. No hay duda, pensó: las canciones se instalan en el interior de los cuerpos para permanecer en letargo, como en estado de espera, hasta que la vivencia, en muchos casos en forma de imagen visionaria, las activa.

Aquel estribillo había permanecido callado durante los meses que comprendieron el paso del sentimiento a la adicción: la fracción del cero coma. La piel lo había percibido a través de las ondas magnéticas; el pulso se había acelerado de cuando en cuando; la mirada había adquirido los ojos agudizados de los gatos al escucharla. Pero nunca hubo indicios claros de que aquella sintonía pudiera convertirse, con el paso de las estaciones, en veneno dulce.

Hasta el día en que se pusieron los auriculares , uno cada uno, tras haber estado en código del déseo las tres últimas horas de una tarde de diciembre. Ésa noche se puso a llover por dentro, y la canción se hubo de adherir a sus estómagos para ayudarles a comprender la inmaterialidad de los pentagramas y los besos.

De vuelta en la calle, había caído un copo de nieve por cada escalofrío musical. En la carretera vacía, sus pies dibujaron el camino del olvido. Echó la vista atrás antes de doblar la esquina...que estaría sonando en la habitación?

Hot Inside?